sábado, 26 de abril de 2008



Dócil de deseo,
te vencías hacia mi pecho
apagando con tu cabeza
el sonido atropellado de tambores.
Retorcidos hilos de aroma
atrapaban mi olfato.
Deslizaba los labios
sobre la seda de tu pelo,
tus manos abandonadas en las mías
mientras intentábamos desplazar
el aire que nos separaba.
En silencio, juntábamos los rostros
resbalándonos las mejillas,
tu aliento derramándose muy cerca
de mis labios abiertos para recibirte.
Primero un beso leve, fugaz,
creciendo poco a poco,
intensificándose.
Abrías tu boca sin reservas
ofertándome pasión
en la punta de tu lengua.
Nos abrazábamos fuerte.
Bajo la fina tela de la blusa
percibía la tensión de tus senos,
tus pezones arañándome,
un calor fortísimo subiéndonos
y una tibia humedad
en la yema de mis dedos.
Recibías con gozo
mis labios en tus ingles,
palpitando entera desde ese torrente, catarata imparable anegándome la boca
cuando besaba el fuego
rosado de tu vulva.
Palacio eterno del placer.
Desde entonces
todas las rosas
me recuerdan a ti.

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