jueves, 17 de abril de 2008

Ayer abracé tu coraza.
La apreté fuerte hasta sentir toda su dureza.
El áspero tacto de su superficie.
Una vasta extensión ausente de lagunas.
De lisas geometrías.
La abracé hasta sentir un enjambre de espinas
penetrarme las entretelas del alma.
Justo en ese instante,
creí percibir un leve movimiento
acompañado de una especie de chirrido.
Al buscar el origen del mismo,
descubrí una diminuta fisura en tu caparazón.
Era una abertura alargada y estrecha.
Al principio, pensé que de su interior
saldrían pestilentes aromas
y un sonido infernal.
Qué equivocado estaba.
Por aquella mínima brecha, surgía una música
como nunca había escuchado antes.
La música salía envuelta en una luz inexplicable.
Inexplicable porque no puede explicarse la plenitud.
Aún medio hipnotizado, y con temor de hacerte daño,
introduje los dedos en la abertura y tiré hacia los lados.
En ese instante el mundo que conocía desapareció,
y me vi sumergido en un universo de caminos
muy alejado de lo que hasta entonces conocía.
Era como si después de luchar en la superficie
pestilente de un pantano,
de pronto penetras bajo sus aguas y descubres
una luz como nunca hubieras imaginado.
Ahí estaba yo, dentro de tu universo.
El verdadero.
Y ahí, afuera, la coraza. Tu coraza.
Ahora comprendo su dureza.
Es una mezcla de dolor y lágrimas.
De noches en vela bajo las mantas.
De ocultos cardenales sobre los que se enfrían
restos de esperma indeseado.
Está elaborada con la argamasa del horror.
Me pregunto entonces, cómo apareció esa brecha.
Y descubro que es el lugar donde coincidió
casi sin mezclar con el resto,
una caricia muy vieja que ya apenas recuerdas.

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