domingo, 28 de septiembre de 2008

Bajo la persiana de la habitación.
Aún no ha oscurecido,
pero hoy quiero evitar los fogonazos
de las voces que penetran
a través de la gasa de las cortinas.
Voy a la cocina
y troceo un par de tomates.
De esos especiales
de la tienda de la esquina.
Su aroma crece en la boca,
y en combinación adecuada
con el aceite de oliva virgen,
aroma y sabor penetran
hasta las más ignotas regiones
del gusto y el olfato.
Luego, al regresar a la habitación,
descubro unas voces asustadas
colgando de las nubes del techo
y decido abrir la ventana
y concederles la estrecha libertad
del patio de luces.
Es en ese espacio común
donde cada vecino planta
una enredadera de voz propia.
El problema,
es que han crecido demasiado
y apenas dejan pasar el sonido
que se escapa por las rendijas
de ventanas mal ajustadas.
Hace tiempo que acudo,
cuando todos duermen,
a recoger las luciérnagas
que encienden su estrella
desde el cuerpo
de las vocales rotas.
Las deposito blandamente
en el cuenco de silencio
de una tarde cualquiera de domingo.
Y cuando se iluminan,
se convierten en jardines de luz
paredes adentro.

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